Nacer un viernes

Quise nacer en un viernes,
al despuntar la mañana.
Al poco de despertar,
buscando la suave calma.

Entre la espiga verdosa
que ha de ser después dorada.
La que es bañada de río.
La del valle, en la explanada.

Pero resulta que fue
un martes, y por la tarde.
Entre el asfalto y la acera,
con un calor asfixiante.

Con un ruido atronador
cruzando de esquina a esquina.
Con esa falta de Amor
que en la ciudad se respira.

Pero es que se ha de crecer
allí donde se ha nacido.
Bajo las olas del mar,
sobre los picos alpinos.

En terraplenes de arena
de un patio de colegiales.
O entre los muros de piedra
de iglesias o catedrales.

Yo pensé que al ser de flor
nacería entre los campos.
En las montañas tranquilas
que siempre en sueños cruzamos.

Al borde del fresco arroyo
que va regalando charcos
para, cuando hace calor,
nos demos un fresco baño.

Pero resulta que no,
que a mí me ha tocado asfalto.
Y el agua que allí discurre
es porque la imaginamos.

Y mis hojas, mi pulmón,
tan negras como mi suerte.
Y mi amarillo limón
de oscuro se tiñe en breve.

Aunque no voy a quejarme,
si eres clavo hay que aguantar.
Pero maldigo aquel martes
en que me dio por brotar.

Tan solo espero y deseo
que el viento, que es generoso,
arrastre de mis estambres
el polen que yo dispongo.

Y así me lleve tan lejos
que, en una verde pradera,
puedan nacer en un viernes
los hijos que yo contenga.

…Ahora os tengo que dejar
que la tos de este lugar
ni respirar ya me deja…

©2018  J.I. Salmerón

La casa

 

Seguramente llovía
aquella tarde
que mis pies se calentaban
debajo de las faldas
de la mesa camilla,
donde lucía el brasero.

Seguramente era otoño.
O puede que por la escasa
luz que entraba mortecina
por la pequeña ventana,
donde jugando te veo,
fuera ya invierno.

Recuerdo cómo corrías…
Recuerdo suelto tu pelo…
Parece como si viera
desde el salón de la casa
donde me calentaba,
cómo bajabas por la pradera.

Yo te llamaba con la mirada,
tú parecía, con solo verme,
sin emitir una sola palabra,
que hasta me oyeras.
Y es que con solo mirarnos
no hacía falta que te dijera.

Entrabas de pronto a casa,
con esa risa loca
que te cubría completa
la cara entera,
que contagiaba mi risa
que hace un momento era una mueca.

Y me abrazabas…
Y yo sentía como latía
tu corazón estando tan cerca…
Y me besabas…
Y aquel calor que me recorría
era de un sol en la primavera…

…Ahora la casa no tiene techo.
La hierba verde se ha vuelto seca.
Ya no hay cristal donde verte
cómo corriendo bajas la cuesta.
Ya no hay brasero, mesa camilla,
ya no te veo cruzar la puerta.

Todo parece vacío…
Como mi alma
sin tus abrazos.
Todo parece tan frío…
Como mi cuerpo
antes de besarnos.

Y no recuerdo tu risa
cómo llenaba mi vida entera.
Y no recuerdo tu cara
que hoy mi recuerdo ya no recuerda.
Hoy solo quedan escombros,
tan solo ruinas y grietas.

© 2017  J.I. Salmerón

La siesta

 

Las sábanas de colores,
entre amarillas y verdes.
La estructura de madera.
Y la almohada en cabecera,
el tronco que lo sostiene…

Era mi cama de ensueño
el árbol de la pradera.
Siempre abrazando ese cielo
que de azules hace techo
encima de mi cabeza.

La mejor de las orquestas
va adormeciendo mi mente,
el canto de los jilgueros,
de mirlos y petirrojos,
y el ruiseñor si anochece.

Cerca, sobre la mesilla
que era la verde explanada,
el despertador alerta
por si se alarga la siesta:
¡El río con su cascada…!

La tarde se vuelve fresca.
La sombra empapa mi alma.
El sol se cuela de pronto
dejando apenas rescoldo
detrás de esas dos montañas.

Sus ramas me lo susurran,
y acariciando me llaman
para avisarme que llegan
los aires que ya atraviesan
el valle con fría escarcha.

¡Esta tremenda pereza
que da abandonar la siesta…!
¡Abandonar a mi árbol,
la cascada con su presa,
la música de mi orquesta…!

Recojo de nuevo el sueño
y a mi mochila lo meto.
Ya se encienden los faroles
del camino que hace cuesta
hasta llegar al cemento.

Volveré otra vez mañana
a mi árbol de la pradera.
Charlaremos de los sueños
que entre sus ramas jilgueros
hacen perfecta mi siesta…

© 2017  J.I. Salmerón